El placer armado. x A. M. Bonnano

PRÓLOGO A LA EDICIÓN INGLESA DE 1993

Este libro se escribió en 1977 al mismo tiempo en que tenían lugar en Italia luchas revolucionarias, y aquella situación, ahora profundamente distinta, debería tenerse en cuenta al leerlo hoy.

El movimiento revolucionario, incluyendo en anarquista, estaba en una fase de desarrollo y todo parecía posible, incluso una generalización del conflicto armado.

Pero era necesario protegerse del peligro de especialización y militarización que una restringida minoría de militantes intentaban imponer a decenas de miles de compañeros que estaban luchando con todos los medios posibles contra la represión y contra los intentos del Estado –más bien débil a decir verdad- de reorganizar la gestión del capital.

Esa era la situación en Italia, pero algo similar estaba teniendo lugar en Alemania, Francia, Reino Unido y otros sitios.
Parecía esencial impedir que las muchas acciones llevadas a cabo cada día por los compañeros contra los hombres y las estructuras de poder, fueran arrastradas hacia la lógica planeada de un partido armado como las Brigadas Rojas en Italia.

Este es el espíritu del libro. Mostrar cómo una práctia de liberación y destrucción puede irrumpir desde una placentera lógica de lucha, en vez de una mortal rigidez esquemática dentro de los cánones preestablecidos de un grupo dirigente.

Algunos de estos problemas ya no existen. Han sido resueltos por las duras lecciones de la historia. El derrumbe del socialismo real de repente redimensionó para bien las ambiciones dirigentes de los marxistas de cualquier tendencia. Por otra parte, no se ha extinguido, sino posiblemente avivado, el deseo de libertad y comunismo anarquista que se está propagando por doquier, especialmente entre las generaciones jóvenes, en muchos casos sin recurrir a los símbolos tradicionales del anarquismo, sus slogans y teorías también consideradas con un comprensible pero no compartible rechazo visceral.

Este libro ha recobrado vigencia, pero de una manera diferente. No como crítica a la pesada estructura monopolizante que ya no existe, sino porque puede hacer notar las potentes capacidades del individuo en su camino, con placer, hacia la destrucción de todo lo que le oprime y le regula.

Antes de terminar debería mencionar que se ordenó la destrucción de este libro en Italia. El tribunal supremo italiano ordenó que se quemara. Todas las librerías que tenían una copia recibieron una circular del Ministerio de Interior ordenando su incineración. Más de un librero se negó a quemar el libro, considerando tal práctica equivalente a la de los nazis o la inquisición, pero por ley el volumen no se puede consultar.

Por la misma razón el libro no se puede distribuir legalmente en Italia y a muchos compañeros que tenían copias se las confiscaron durante una vasta oleada de redadas, llevadas a cabo con ese propósito.
Fui sentenciado a 18 meses de prisión por escribir este libro.

Alfredo M. Bonanno
Catania, 14 julio 1998

LA GIOIA ARMATA

En París, 1848, la revolución fue una fiesta sin un principio o final
Bakunin

I

¿Por qué diablos estos benditos muchachos disparan a Montanelli en las piernas? ¿No habría sedo mejor haberle disparado en la boca?
Por supuesto que sí. Pero además habría sido más grave. Más vengativo y sombrío. Dejar coja a una bestia como esa puede tener un lado más significativo, más profundo, que va más allá de la venganza, del castigo por la responsabilidad de Montanelli, periodista fascista y siervo de los amos.

Lisiarle significa obligarle a claudicar, hacerle recordar. Por otra parte, es una diversión más agradable que dispararle en la boca, con pedazos de cerebro saliendo a chorros por los ojos.

El compañero que cada mañana se levanta para ir a trabajar, que se pone en camino en la niebla y camina hacia la sofocante atmósfera de la fábrica, o la oficina, para volver a ver las mismas caras: el capataz, el cronometrador, el espía de turno, el estakhanovista-con-siete-niños-que-mantener, siente la necesidad de revolución, de lucha y de choque físico, incluso mortal. Pero además siente que todo eso le debe aportar algo de placer ahora, no después. Y nutre este placer con sus fantasías, mientras camina cabizbajo en la niebla, mientras pasa horas en trenes o tranvías, mientras se ahoga bajo las inútiles prácticas de la oficina o ante los inútiles tornillos que sirven para mantener los inútiles mecanismos del capital juntos.

El placer remunerado, fines de semana libres o vacaciones pagadas por el jefe, es como pagar para hacer el amor. Parece lo mismo, pero hay algo que falla.

Cientos de discursos se apilan en libros, panfletos y periódicos revolucionarios. Es necesario hacer esto, es preciso hacer aquello, hay que ver las cosas así, como dijo éste o como dijo aquél, porque ellos son los verdaderos intérpretes de estos o aquellos del pasado, estos en letras mayúsculas que llenan los sofocantes volúmenes de los clásicos.
También es necesario tener estos a mano. Forma parte de tu liturgia. El no tenerlos podría ser un mal signo, sería sospechoso. De acuerdo que tenerlo a mano puede ser útil, siendo volúmenes pesados siempre se pueden usar para tirárselos a la cara a algún pelmazo. No una nueva, pero no obstante una agradable confirmación de la validez de los textos revolucionarios del pasado (y del presente).

Nunca hay nada sobre el placer en estos tomos. La austeridad del claustro no tiene nada que envidiar de la atmósfera que uno respira en sus páginas. Sus autores, sacerdotes de la revolución de la venganza y el castigo, pasan su tiempo pesando y contabilizando culpas y penas.
Por otra parte, estos vestales en vaqueros han hecho voto de castidad, por tanto lo esperan y lo imponen. Quieren ser recompensados por su sacrificio. Primero abandonaron los cómodos ambientes de su clase de origen, después pusieron su capacidad al servicio de los desheredados, después se han acostumbrado a utilizar un lenguaje que no es el suyo y a soportar sábanas sucias y camas sin hacer. Por tanto, que les escuchen, al menos.

Sueñan con revoluciones ordenadas, principios pulcramente elaborados, anarquía sin turbulencias. Cuando la realidad toma un giro diferente empiezan a gritar “provocación”, vociferando hasta hacerse escuchar por la policía.

Los revolucionarios son gente devota. La revolución no.

Llamo a un gato un gato
Boileau

II

Todos estamos preocupados con el problema revolucionario de cómo y qué producir, pero nadie habla del producir como problema revolucionario.
Si la producción es la base de la explotación capitalista, cambiar el modo de producción significa cambiar el modo de explotación, no eliminarla.
Un gato, aunque lo pintes de rojo, es siempre un gato.
El productor es sagrado. No se toca. Santifica, mejor, su sacrificio, en nombre de la revolución, y el juego está hecho.

¿Y qué comeremos?, se preguntan los más preocupados. Pan y estopa, responden los realistas simplificadores, con un ojo en la olla y otro en el fusil. Ideas, responden los chapuceros idealistas, con un ojo en el libro de los sueños y otro en el género humano.

Cualquiera que toca la productividad muere.

El capitalismo y aquellos que luchan contra él, se sientan el uno junto al otro sobre el cadáver del productor, con tal de que el mundo de la producción continúe.

La crítica de la economía política es una racionalización del modo de producción con el mínimo esfuerzo (de aquellos que disfrutan de los beneficios de la producción). El resto, aquellos que sufren la explotación,d eben tener cuidado de que nada falte. Si no, ¿cómo viviríamos?
Cuando sale a la luz, el hijo de la oscuridad no ve nada, como cuando andaba a tientas en la oscuridad. El placer le ciega. Le mata. Así que dice que es una alucinación y lo condena.

Los burgueses, panzudos y mantecosos, gozan de su opulento no hacer nada. Gozar es, por tanto, pecaminoso. Eso significa compartir los mismos estímulos que la burguesía y traicionar a los del proletariado productor.
No es verdad. Los burgueses hacen enormes esfuerzos para mantener el proceso de explotación en marcha. También ellos están estresados y nunca encuentran tiempo para el placer. Sus cruceros son ocasiones para nuevas inversiones, sus amantes son quintas columnas para conseguir información de la competencia.

La diosa productividad mata incluso a sus humildes servidores. Arranca sus cabezas, nada más que saldrá un diluvio de inmundicia.
El hambriento desgraciado abriga sentimientos de venganza cuando ve al rico rodeado de sus siervos. Destruir al enemigo antes que nada. Pero que el botín se salve. La riqueza no se debe destruir, se debe utilizar. No importa lo que sea, qué forma toma o qué perspectivas de empleo permita. Lo que cuenta es arrancársela al que actualmente la detenta, para disponer todos libremente de ella.

¿Todos? Por supuesto, todos.

¿Y cómo ocurrirá eso?

Con la violencia revolucionaria.

Bonita respuesta. Pero, en concreto, ¿qué haremos después de haber cortado tantas cabezas que nos aburramos? ¿Qué haremos cuando no encontremos más patrones aunque los busquemos con linterna?
Entonces será el reino de la revolución. A cada cual según sus necesidades, de cada cual según sus posibilidades.

Presta atención, compañero. Aquí huele a contabilidad. Se habla de consumo y producción. Seguimos en la dimensión de la productividad. La aritmética hace que nos sintamos seguros. Dos y dos son cuatro. Nadie podrá desmentir esta “verdad”. Los números gobiernan el mundo. Si lo han hecho desde siempre, ¿por qué no deberían hacerlo por siempre?
Todos necesitamos algo sólido y duro. Piedras sobre las que construir un muro contra los impulsos que empiezan a ahogarnos. Todos necesitamos objetividad. El patrón jura por su cartera, el campesino por su arado, el revolucionario por su pistola. Abre un respiradero crítico y todo el andamiaje objetivo caerá.

En su pesada objetividad, el mundo cotidiano nos condiciona y nos reproduce. Todos somos hijos de la banalidad diaria. Incluso cuando hablamos de “cosas importantes” como la revolución, nuestros ojos están todavía pegados al calendario. El patrón teme la revolución porque le privaría de su riqueza, el campesino hará la revolución para conseguir un pedazo de tierra, el revolucionario para verificar su teoría.

Si se ve el problema en estos términos, no hay diferencia entre cartera, tierra y teoría revolucionaria. Estos objetos son puramente imaginarios, meros espejos de la ilusión humana.

Sólo la lucha es real.

Distingue al patrón del campesino y establece la alianza entre éste y el revolucionario.

Las formas organizativas de la producción de objetos son los vehículos ideológicos que cubren la sustancial ilusión de la identidad individual. Esta identidad viene proyectada en la imaginación económica del valor. Un código establece su interpretación. Algunos elementos de este código están en manos de los patronos, como hemos aprendido con el consumismo. También la tecnología de la guerra psicológica y la represión total son elementos de una interpretación del ser hombres a condición de ser productores.

Otros elementos del código están disponibles para un uso modificativo. No revolucionario, sino simplemente modificativo. Pensemos, por ejemplo, en el consumismo de masas que ha sustituido al consumismo de lujo en los últimos años.

Pero luego hay otras formas más refinadas. El control autogestionado de la producción es otro elemento del código de la explotación.
Y así sucesivamente. Si a alguien se le ocurre organizarme la vida, nunca podrá ser mi compañero. Si intentan justificar esto con la excusa de que alguien debe “producir” o todos perderemos nuestra identidad de seres humanos y seremos vencidos por la “salvaje naturaleza”, contestamos que la relación hombre-naturaleza es un producto de la burguesía marxista iluminada. ¿Por qué quieren convertir una espada en una horca

[1]? ¿Por qué el hombre debe siempre procurar distinguirse de la naturaleza?

Los hombres, si no alcanzan lo que es necesario,
se fatigan por lo que es inútil.
Goethe

III

El hombre necesita muchas cosas.

Esta afirmación se interpreta normalmente en el sentido de que el hombre tiene necesidades, y que está obligado a satisfacerlas.
Se tiene, de este modo, la transformación del hombre de una unidad bien precisa históricamente en una dualidad (medio y fin al mismo tiempo). En efecto, se realiza en la satisfacción de sus necesidades (es decir en el trabajo) y es, por tanto, el instrumento de su propia realización.

Cualquiera puede ver cuánta mitología se oculta en estas afirmaciones. Si el hombre no se diferencia de la naturaleza sin el trabajo, ¿cómo puede realizarse en la satisfacción de sus necesidades? Para hacer esto debería ser ya hombre, por tanto debería haber satisfecho sus necesidades, por tanto no debería tener necesidad de trabajar.
La mercancía construye por sí misma la profunda utilidad del símbolo. Se convierte así en punto de referencia, en unidad de medida, en valor de cambio. Empieza el espectáculo. Se asignan los papeles. Se reproducen. Hasta el infinito. Sin modificaciones dignas de mención, los actores se empeñan en recitar.

La satisfacción de las necesidades se convierte en efecto reflejo, marginal. Lo más importante es la transformación del hombre en “cosa” y con el hombre todo lo demás. La naturaleza se convierte en “cosa”. Usada, es corrompida y los instintos vitales del hombre junto con ella. Un abismo se abre entre el hombre y la naturaleza, que se debe rellenar. La expansión del mercado mercantil se encarga de esto. El espectáculo se expande hasta el punto de devorarse a sí mismo junto a sus contradicciones. El escenario y el público entran en una misma dimensión, proponiéndose a un nivel superior, más amplio, del espectáculo mismo, y así hasta el infinito.

Quienes escapan al código mercantil no reciben su objetivación y caen “fuera” del área real del espectáculo. A estos se les señala. Están rodeados por alambres de espino. Si no aceptan la propuesta de englobarlos, si rechazan un nuevo nivel de codificación, se los criminaliza.

Su “locura” es evidente. No está permitido negar lo ilusorio en un mundo que ha basado la realidad en la ilusión, lo concreto en lo ficticio.

El capital gestiona el espectáculo sobre la base de las leyes de la acumulación. Pero nada se puede acumular indefinidamente. Ni siquiera el capital. Un proceso cuantitativo absoluto es una ilusión, una ilusión cuantitativa. Los amos entienden esto perfectamente. La explotación adopta diferentes formas y modelos ideológicos, precisamente para garantizar, de un modo cualitativamente diferente, esta acumulación, ya que no puede continuar indefinidamente en el aspecto cuantitativo.

El hecho de que el proceso entero sea paradójico e ilusorio es algo que no le importa mucho al capital, porque es precisamente él quien lleva las riendas y fija las reglas. Si tiene que vender ilusión por realidad y eso hace dinero, entonces vamos a seguir sin hacer demasiadas preguntas. Son los explotados los que pagan la cuenta. Así que depende de ellos advertir la ilusión y preocuparse de reconocer la realidad. Para el capital las cosas están bien como están, aunque estén basadas en el mayor espectáculo del mundo.

Los explotados casi sienten nostalgia por esta ilusión. Han crecido acostumbrados a sus cadenas y se han aficionado. De vez en cuando sueñan con sublevaciones fascinantes y baños de sangre, pero luego se dejan engañar por los discursos de los nuevos líderes políticos. El partido revolucionario extiende la perspectiva ilusoria del capital a horizontes que nunca podría alcanzar por sí mismo.

Y entonces la ilusión cuantitativa hace estragos.

Los explotados se unen, se cuentan, se suman, escriben sus conclusiones. Los fieros slogans hacen que los corazones burgueses se estremezcan. Cuanto mayor sea el número más se pavonearán arrogantemente los líderes y más exigentes se convertirán. Elaborarán programas de conquista. El nuevo poder se prepara para extenderse sobre los despojos del viejo. El alma de Bonaparte sonríe satisfecha.
Por supuesto, se programan cambios profundos en el código de las ilusiones. Pero todo se tiene que someter al símbolo de la acumulación cuantitativa. Crecen las fuerzas militantes, por tanto las pretensiones de la revolución. De la misma manera, la tasa de las ganancias sociales que está tomando el lugar de las ganancias privadas debe crecer. Así el capital entra en una nueva fase ilusoria y espectacular. Las viejas necesidades atacan bajo nuevas etiquetas. La diosa productividad sigue dominando sin rivales.

Qué bonito es contarnos. Hace que nos creamos fuertes. Los sindicatos se cuentan. Los partidos se cuentan. Los amos se cuentan. Contémonos también nosotros. El corro de la patata.

Y cuando paremos de contarnos intentemos dejar las cosas como estaban. Si el cambio es necesario, hagámoslo sin molestar a nadie. Se penetra muy fácilmente en los fantasmas.

La política reaparece periódicamente. A menudo el capital encuentra soluciones geniales. Entonces la paz social nos golpea. El silencio del cementerio. La ilusión se generaliza de un modo tal que el espectáculo absorbe casi todas las fuerzas posibles. Todo enmudece. Después se releen los defectos y la monotonía de la puesta en escena. La cortina se levanta en situaciones imprevistas. La máquina capitalista acusa los golpes. Entonces redescubrimos el empeño revolucionario. Ocurrió en el sesenta y ocho. Todo el mundo con los ojos desorbitados. Todos ferocísimos. Octavillas por todas partes. Montañas de octavillas y panfletos y papeles y libros. Viejos matices ideológicos alineados como soldaditos de plomo. También los anarquistas se redescubrieron a sí mismos. Y lo hicieron históricamente, de acuerdo con las necesidades del momento. Todos torpes. Los anarquistas también, torpes. Algunas personas se despertaron de su espectacular sueño, y buscando alrededor espacio y aire que respirar, viendo a los anarquistas dijeron: ¡por fin! Aquí están con los que quiero estar. Poco después se dieron cuenta de su estupidez. Tampoco en esa dirección las cosas fueron como habrían debido ir. Allí también: estupidez y espectáculo. Y entonces alguno huía. Se encerraba en sí mismo. Se apeaba. Aceptaba el juego del capital. Y si no lo aceptaba era desterrado, incluso por los anarquistas.

La máquina del 68 produjo los mejores sirvientes civiles del nuevo Estado tecnoburocrático. Pero además también produjo sus anticuerpos. Los procesos de la ilusión cuantitativa se hicieron visibles. Por una parte recibieron nueva linfa para construir una nueva visión del espectáculo mercantil. Por otra sufrieron resquebrajaduras.

Se ha vuelto evidente la inutilidad de la confrontación al nivel de producción. Tomad las fábricas, y los campos, y las escuelas, y los barrios, y autogestionadlos, decían los viejos anarquistas. Destruyamos el poder en todas sus formas, añadían justo después. Pero sin penetrar más a fondo, no mostraban la verdadera realidad de la lacra. Aunque conscientes de su gravedad y su extensión, prefirieron ignorarla, poniendo sus esperanzas en la espontaneidad creadora de la revolución. Sólo que querían esperar los resultados de esta espontaneidad con las manos sobre los medios de producción. Ocurra lo que ocurra, sea cual sea la forma creativa que tome la revolución, debemos tener los medios de producción. Y para hacer eso empezaron a aceptar todo tipo de compromisos. Para no alejarse demasiado del lugar de las decisiones espectaculares terminaron creando otra forma de espectáculo, algunas veces incluso más macabro.

La ilusión espectacular tiene sus reglas. Quien quiera gestionarla debe someterse a ellas. Debe conocerlas, imponerlas y jurar sobre ellas. Quien no produce no es un hombre, la revolución no es para él. ¿Por qué deberíamos tolerar a parásitos? ¿Deberíamos ir a trabajar en su lugar quizás? ¿Deberíamos asegurar su supervivencia? Además, ¿toda esta gente sin ideas claras y con la pretensión de hacer lo que les apetezca, no resultarán ser “objetivamente”útiles a la contrarrevolución? Por tanto será mejor atacarles inmediatamente. Sabemos quienes son nuestros aliados, de qué lado queremos ponernos. Si queremos dar miedo, entonces vamos a hacerlo juntos, organizados y en perfecto orden, y que nadie ponga los pies en la mesa o se baje los pantalones.
Organicemos nuestras organizaciones específicas. Formemos militantes que conozcan perfectamente las técnicas de lucha en los sectores de producción. Sólo los que produzcan harán la revolución, y nosotros estaremos allí para impedir que hagan bobadas.

No, todo eso está equivocado. ¿De qué modo podríamos impedirles hacer bobadas? En el plano del espectáculo ilusorio de la organización hay algunos que son capaces de hacer más ruido que nosotros. Y tienen aliento de sobra. Lucha en el lugar de trabajo. Lucha por la defensa del empleo. Lucha por la producción.
¿Cuándo romperemos el cerco? ¿Cuándo pararemos de perseguirnos el rabo?

El hombre deforme siempre encuentra espejos que le hacen ser bello.
De Sade

IV

¡Qué locura es el amor al trabajo!

Qué gran habilidad escénica la del capital, que ha sabido hacer que el explotado ame la explotación, el ahorcado la cuerda y el esclavo las cadenas.
Esta idealización del trabajo ha sido la muerte de la revolución hasta ahora. El movimiento de los explotados ha sido corrompido por la penetración de la moralidad burguesa de la producción, la cual no es sólo ajena al movimiento sino contraria a éste.

No es una casualidad que los sindicatos fueran los primeros en ser corrompidos, precisamente por su mayor cercanía a la gestión del espectáculo de la producción.
Es necesario oponer la estética del no trabajo a la ética del trabajo.

Debemos oponer a la satisfacción de necesidades espectaculares impuestas por la sociedad mercantil la satisfacción de las necesidades naturales del hombre revalorizadas a la luz de la necesidad primaria y esencial: la necesidad de comunismo.
De este modo la valoración cuantitativa de la presión que las necesidades ejercen sobre el hombre se desmorona. La necesidad de comunismo transforma todas las otras necesidades y su presión sobre el hombre.
La miseria del hombre objeto de explotación ha sido vista como la base de la redención futura. El cristianismo y los movimientos revolucionarios se dan la mano a través de la historia.

Debemos sufrir para conquistar el paraíso o para adquirir la conciencia de clase que nos llevará a la revolución. Sin la ética del trabajo la noción marxista de “proletariado” no tendría sentido. Pero la ética del trabajo es un producto del mismo racionalismo burgués que permitió a la burguesía conquistar el poder.

El corporativismo vuelve a salir a la superficie, a través de la malla del internacionalismo proletario. Todos luchan dentro de su propio sector. Como mucho establecen contactos con sectores similares de otros países, a través de los sindicatos. A las monolíticas multinacionales se oponen monolíticos sindicatos internacionales. Hagamos la revolución, pero salvemos la máquina, el instrumento de trabajo, ese objeto mítico que reproduce la virtud histórica de la burguesía, ahora en manos del proletariado.

El heredero de los destinos de la revolución es el sujeto destinado a convertirse en el consumador y actor principal del espectáculo futuro del capital. La clase revolucionaria, idealizada a nivel del conflicto de clase como beneficiaria de su resultado, se desvanece en el idealismo de la producción. Cuando los explotados son recluidos dentro de una clase se han confirmado ya todos los elementos de la ilusión espectacular, los mismos de la clase burguesa.

El único camino que los explotados pueden tomar para escapar del proyecto globalizador del capital es el que pasa por el rechazo del trabajo, de la producción y de la economía política.

Pero el rechazo del trabajo no se debe confundir con “falta de trabajo” en una sociedad basada en el trabajo. El marginado busca trabajo. No lo encuentra. Se le empuja a la guetización. Es criminalizado. Todo esto forma parte de la gestión del espectáculo productivo como un todo. Tanto los que producen como los desempleados son indispensables para el capital. Pero el equilibrio es delicado. Las contradicciones estallan y producen varios tipos de crisis, en cuyo interior se produce la intervención revolucionaria.

Por tanto, el rechazo del trabajo, la destrucción del trabajo, es la afirmación de la necesidad del no-trabajo. La afirmación de que el hombre puede autoproducirse y autoobjetivarse a través del no trabajo, a través de los estímulos que la necesidad de no trabajo le procura. La idea de destruir el trabajo es absurda si se ve desde el punto de vista de la ética del trabajo. Pero ¿cómo? Tanta gente está buscando trabajo, tanta sin empleo, ¿y tú hablas de “destrucción del trabajo”? El fantasma luddista aparece y pone a todos los revolucionarios-que-han-leído-todos-los-clásicos a temblar de miedo. El esquema del ataque frontal y cuantitativo a las fuerzas del capital debe permanecer intacto. No importan los errores y sufrimientos del pasado, no importan las vergüenzas y traiciones. ¡Adelante, mejores días vendrán, de nuevo hacia delante!

Para espantar a los proletarios y empujarles a la atmósfera estancada de las organizaciones de clase (partidos, sindicatos y movimientos parásitos), basta con hacer ver dónde se anega hoy el concepto de “tiempo libre”, de la suspensión del trabajo. El espectáculo ofrecido por las organizaciones burocráticas del tiempo libre está hecho aposta para deprimir incluso las imaginaciones más fértiles. Pero este modo de actuar no es más que una cubierta ideológica, uno de los muchos instrumentos de la guerra total que constituye la base del espectáculo como un todo.
La necesidad de comunismo transforma todo. A través de la necesidad de comunismo la necesidad de no trabajo pasa del aspecto negativo (contraposición al trabajo) al positivo: la completa disponibilidad del individuo ante sí mismo, la posibilidad total de expresarse libremente, ruptura de todos los esquemas, incluso de aquellos considerados fundamentales e indispensables, como el esquema de la producción.
Pero los revolucionarios son gente obediente y tienen miedo a romper todos os esquemas, incluido el de la revolución si éste constituye –en cuanto esquema- un obstáculo a la plena realización de cuanto el concepto significa. Tienen miedo de encontrarse sin arte ni parte. ¿Alguna vez te has encontrado con un revolucionario que no tenga un proyecto revolucionario? ¿Un proyecto que está bien definido y presentado claramente a las masas? ¿Qué raza de revolucionario sería aquella que pretendiera destruir el esquema, la envoltura, el fundamento de la revolución? Golpeando los conceptos de cuantificación, clase, proyecto, modelo, misión histórica y otras antiguallas similares, uno podría correr el riesgo de no tener nada que hacer, de ser obligado a actuar en la realidad, modestamente como cualquier otro. Como millones de otros que están construyendo la revolución día a día sin esperar el signo de un fatal vencimiento de plazos. Y para hacer esto se necesita coraje.
Con los esquemas y los juegos cuantitativos se está en lo ficticio, esto es, en el proyecto ilusorio de la revolución, una amplificación del espectáculo del capital; con la abolición de la ética productiva se entra directamente en la realidad revolucionaria.
Es difícil incluso hablar sobre tales cosas porque no tiene sentido hablar de ellas en las páginas de un tratado. Pero reducir estos problemas a un análisis completo y definitivo sería perder el punto. Lo mejor sería una discusión informal capaz de ocasionar esa sutil magia de los juegos de palabras.
Hablar seriamente del placer es una verdadera contradicción.

Las noches de verano son pesadas.
En las pequeñas habitaciones se duerme mal.
Es la Vigilia de la guillotina.
Zo d’Áxa

V

Los explotados también encuentran tiempo para jugar. Pero su juego no es placer. Es una liturgia macabra. Una espera de la muerte. Una suspensión del trabajo para descargar la violencia acumulada en el curso de la producción. En el ilusorio mundo de la mercancía, jugar es también ilusorio. Nos imaginamos que estamos jugando, mientras no se hace otra cosa que repetir monótonamente los roles asignados por el capital.
Cuando nos hacemos conscientes del proceso de explotación lo primero en que se piensa es en venganza, lo último es el placer. La liberación es vista como recomposición de un equilibrio roto por la perversidad del capitalismo, no como la llegada de un mundo de juego que sustituirá al mundo del trabajo.
Es la primera fase del ataque a los amos, la fase de la consciencia inmediata. Lo que nos golpea son las cadenas, el látigo, los muros de las prisiones, las barreras sexuales y raciales. Todo eso debe caer. Por eso nos armamos y golpeamos al adversario, al responsable.

En la noche de la guillotina yacen las bases de un nuevo espectáculo, el capital reconstruye sus fuerzas: primero caen las cabezas de los patronos, después las de los revolucionarios.

Es imposible hacer la revolución sólo con la guillotina. La venganza es la antecámara del poder. Quien quiera vengarse necesita un jefe. Un jefe que le conduzca a la victoria y restaure la justicia herida. Y quien quiere venganza se verá llevado a envidiar la posesión de lo que le han quitado. Hasta la abstracción suprema, la expropiación de plusvalía.

El mundo del futuro debe ser un mundo en el que todos trabajen. ¡Bien! Entonces habremos impuesto la esclavitud para todos excepto para aquellos que la hacen funcionar y que, precisamente por esto, serán los nuevos amos.
Sea como sea, los amos deben “pagar” por sus culpas. ¡Bien! Habremos llevado de este modo la ética cristiana del pecado, de la condena y de la expiación al interior de la revolución. Sin hablar de los conceptos de “deuda” y “pago”, de clara derivación mercantil.

Todo esto forma parte del espectáculo. Cuando no se gestiona directamente por el poder, puede ser reanudado fácilmente. El cambio de papeles forma parte d las técnicas dramatúrgicas.

Puede ser indispensable atacar con las armas de la venganza y el castigo en un cierto nivel del enfrentamiento de clases. El movimiento puede no tener otras. Es, entonces, el momento de la guillotina. Pero los revolucionarios deben ser conscientes de los límites de estas armas. No pueden hacerse ilusiones ni ilusionar a los demás.

En el cuadro paranoico de una máquina racionalizadora como el capital, el concepto de revolución de la venganza puede también entrar a formar parte de las continuas modificaciones del espectáculo. El movimiento aparente de la producción se desenvuelve gracias a la bendición de la ciencia económica, pero en realidad se basa en la antropología ilusoria de la separación de tareas.

No hay placer en el trabajo. Ni siquiera en el trabajo autogestionado. La revolución no puede reducirse a una simple modificación de la organización del trabajo. No sólo a eso.
No hay placer en el sacrificio, en la muerte, en la venganza. Como no hay placer en contarse. La aritmética es la negación del placer.

Quien desea vivir no produce la muerte. La transitoria aceptación de la guillotina conduce a su institucionalización. Pero al mismo tiempo, quien ama la vida no abraza a su explotador. En caso contrario odiaría la vida y amaría el sacrificio, el autocastigo, el trabajo y la muerte.

En el cementerio del trabajo siglos de explotación han acumulado una montaña de venganza. Los jefes del movimiento revolucionario se sientan impasibles en esta montaña. Estudian el mejor modo de beneficiarse de ella. La carga de violencia vengadora debe ser dirigida hacia los intereses de la nueva casta de poder. Símbolos y banderas. Slogans y complicados análisis. El aparato ideológico se dispone a hacer lo que sea necesario.

La ética del trabajo hace posible esta instrumentalización. Quienes aman el trabajo quieren apoderarse de los medios de producción, no quieren que se avance ciegamente. Saben por experiencia que lso jefes han tenido una fuerte organización de su parte para hacer posible la explotación. Piensan que sólo una organización igualmente fuerte y perfecta podrá hacer posible la liberación. Hagamos todo lo posible, la productividad debe salvarse.

Qué inmenso engaño. La ética del trabajo es la ética cristiana del sacrificio, la ética de los amos, gracias a la cual las masacres de la historia se han sucedido con preocupante regularidad.

Esta gente no puede comprender que es posible no producir plusvalor, que incluso pudiendo producirlo se puede rechazar hacerlo. Que es posible afirmar contra el trabajo una voluntad no productiva, capaz de luchar no sólo contra las estructuras económicas de los patronos sino también contra las ideológicas, que atraviesan todo el pensamiento occidental.

Es indispensable entender que le ética del trabajo constituye también la base del proyecto revolucionario cuantitativo. No tendría fundamento un discurso en contra del trabajo hecho por las organizaciones revolucionarias metidas en la lógica de crecimiento cuantitativo.

La sustitución de la ética del trabajo por la estética del placer no impide la vida, como tantos compañeros preocupados afirman. A la pregunta ¿Qué comeremos? se puede responder, con toda tranquilidad “lo que produzcamos”. Sólo que la producción no sería ya la dimensión en la que el hombre se autodetermina, la producción pasaría a la esfera del juego y del placer. Se podrá producir, no como algo separado de la naturaleza, que una vez realizado se reúne con ella, sino como algo que es la naturaleza misma. Por lo cual será posible parar la producción en cualquier momento, cuando haya suficiente. Sólo el placer será imparable. Una fuerza desconocida para las larvas civilizadas que pueblan nuestra era. Una fuerza que multiplicará por mil el impulso creativo de la revolución.

La riqueza social del mundo comunista no se mide por la acumulación de plusvalía, aunque sea gestionada por una minoría llamada partido del proletariado. Esta situación reproduce el poder, negando el mismo fundamento de la anarquía. La riqueza social comunista viene dada por la potencialidad de vida que se realiza tras la revolución. La acumulación cualitativa, no cuantitativa (aunque sea gestionada por un partido), debe sustituir a la acumulación capitalista. La revolución de la vida sustituye a la mera revolución económica. La potencialidad productiva a la producción cristalizada. El placer al espectáculo.

La negación del mercado espectacular de la ilusión capitalista impondrá otro tipo de intercambio. Del ficticio cambio cuantitativo a uno real cualitativo. La circulación no se basará en objetos ni por tanto en su ilusoria reificación, sino en el sentido que los objetos tienen para la vida. Y un sentido “para la vida” debe ser un sentido de vida, no de muerte. Por tanto, estos objetos estarán limitados al momento en que sean intercambiados, y tendrán un significado diferente según las situaciones que determinen el intercambio.

El mismo objeto podrá tener “valores” profundamente distintos. Se personificará. Nada que ver con la producción tal y como la conocemos en la dimensión del capital. El propio intercambio tendrá un sentido diferente visto a través del rechazo a la producción ilimitada.

No existe el trabajo libre. No existe el trabajo integrado (manual-intelectual). Lo que existe es la división del trabajo y la venta de la fuerza de trabajo, es decir, el mundo capitalista de la producción. La revolución será siempre y solamente la negación del trabajo, la afirmación del placer. Toda tentativa de imponer la idea del trabajo “sólo trabajo”, sin explotación, del “trabajo autogestionado” en el cual los explotados se reapropian de la totalidad de proceso productivo es una mistificación.
El concepto de la autogestión de la producción es válido sólo como esquema de lucha contra el capital, de hecho no se puede separar del concepto de autogestión de la lucha. Si se extingue la lucha, la autogestión no es nada más que la autogestión de la explotación. Realzada victoriosamente la lucha, la autogestión de la producción se vuelve superflua, porque después de la revolución la organización de la producción es superflua y contrarrevolucionaria.

En la medida en que te lanzas a ti
mismo, todo es destreza y fácil victoria; sólo si de
repente te conviertes en quien coge la pelota que
una eterna compañera de juegos te lanza, a tu centro, en todas sus fuerzas, en uno de esos gran-
des y divinos arcos de constructores de puentes,
sólo entonces saber cogerla es una fuerza –no
tuya, de un mundo.
Rilke

VI

Todos creemos tener experiencia del placer. Cada uno de nosotros cree haber gozado al menos una vez en la vida.

Sólo que esta experiencia de placer ha sido siempre pasiva. No ocurre que gozamos. No podemos “desear” nuestro placer ni tampoco obligar al placer a presentarse.
Todo esto, esta separación entre nosotros y el placer, depende de nuestro estar “separados” de nosotros mismos, cortados en dos por el proceso de explotación.
Trabajamos durante todo el año para obtener el “placer” de las vacaciones. Cuanto éstas llegan nos sentimos “obligados” a “divertirnos” por el hecho de estar de vacaciones. Una forma de tortura como cualquier otra. Lo mismo pasa con los domingos. Un día espantoso. El enrarecimiento de la ilusión del tiempo libre nos muestra el vacía del espectáculo mercantil en el que vivimos.
Buscar placer en las entrañas de cualquiera de las variadas “versiones” del espectáculo capitalista sería una locura. Pero eso es exactamente lo que el capital busca. La experiencia del tiempo libre programado por los explotadores es letal. Te hace desear ir a trabajar. Uno acaba por preferir un muerte cierta a una vida aparente.
Ningún placer real nos puede llegar a través del mecanismo racional de la explotación capitalista. El placer no ha fijado reglas que lo categoricen. Aun así, debemos poder desear el placer. De otro modo estaríamos perdidos.

La búsqueda del placer es por esto un acto de voluntad. Un firme rechazo de las condiciones fijadas por el capital, es decir, de sus valores. El primero de estos rechazos es el rechazo al trabajo. La búsqueda del placer sólo puede venir a través de la búsqueda del juego.

Así el juego asume un significado diferente del que estamos acostumbrados a darle en la dimensión del capital. Como ociosidad serena, el juego que se opone a las responsabilidades de la vida es una falsa y distorsionada imagen de lo que realmente es. En la realidad de la lucha contra el capital, en el presente periodo del enfrentamiento y en sus relativas contradicciones, el juego no es un “pasatiempo”, sino un arma de lucha.
Por una extraña ironía, los papeles están invertidos. Si la vida es algo serio, la muerte es una ilusión, en cuanto que mientras estamos vivos la muerte no existe. Ahora, el reino de la muerte, es decir, el capital, que niega nuestra verdadera existencia como seres humanos y nos reduce a “cosas”, es “aparentemente” muy serio, metódico, disciplinado. Pero su paroxismo posesivo, su rigurosidad ética, su obsesión por hacer, esconden una gran ilusión: el vacío total del espectáculo de la mercancía, la inutilidad de la acumulación indefinida, el absurdo de la explotación. Así la gran seriedad del mundo del trabajo y de la productividad oculta una total carencia de seriedad.

Al contrario, la negación de este mundo obtuso, la búsqueda del placer, del sueño, de la utopía, en su declarada “falta de seriedad”, oculta la cosa más seria de la vida: la negación de la muerte.

Incluso en este lado de la barrera, en el enfrentamiento físico con el capital, el juego puede asumir formas diversas. Se pueden hacer muchas cosas “juguetonamente”, aunque muchas de las cosas que hacemos las hacemos “seriamente”, llevando la máscara de muerte que hemos tomado prestada del capital. El juego se caracteriza por un impulso vital, siempre nuevo, siempre en movimiento. Actuando como lo hacemos cuando jugamos cargamos nuestras acciones con este impulso. Nos liberamos de la muerte. El juego nos hace sentir vivos. Nos da la emoción de la vida. De la otra forma asumimos todo como un deber, como algo que “debemos” hacer, como una obligación.
En esta emoción siempre nueva, totalmente opuesta a la alienación y la locura del capital, podemos identificar el placer.

En el placer reside la posibilidad de ruptura con el viejo mundo y de identificación de nuevos objetivos, de necesidades y valores diferentes. Incluso aunque el placer, en sí mismo, no pueda considerarse el objetivo del hombre, es indudable su dimensión privilegiada, voluntariamente identificada, que hace diferente el enfrentamiento con el capital.

La vida es tan aburrida que no tenemos otra
cosa que hacer que gastar nuestro sueldo en la
última falda o camisa. Hermanos y hermanas,
¿cuáles son vuestros deseos reales? ¿estar sen-
tados en un bar, la mirada distante y vacía,
aburrido, bebiendo un insípido café? O quizás
VOLARLO O PEGARLE FUEGO.
The angry brigade

VII

El gran espectáculo del capital nos ha engullido hasta el cuello. Actores y espectadores de turno. Alternamos los papeles, cada uno se queda boquiabierto mirando a los otros o hace que los otros se fijen en uno. Hemos subido todos a la carroza de cristal, aun cuando sabemos que no es más que una calabaza. Las ilusiones de la madrina han anulado nuestra conciencia crítica. Ahora debemos jugar el juego. Al menos hasta medianoche.

Miseria y hambre siguen siendo los elementos propulsivos de la revolución. Pero el capital está extendiendo el espectáculo. Pretende introducir nuevos actores en escena. El mayor espectáculo del mundo continúa sorprendiéndonos. Cada vez es más complicado y cada vez mejor organizado. Nuevos payasos están listos para subir a la tribuna. Nuevas fieras serán domadas.

Los defensores de lo cuantitativo, los amantes de la aritmética, entrarán los primeros y serán cegados por los focos de las primeras filas. Llevarán detrás de si a las masas de la necesidad y las ideologías del chantaje.

Pero lo que no podrán eliminar será su seriedad. El mayor peligro al que harán frente será una sonrisa. En el interior del espectáculo del capital el placer es mortal. Todo es lúgubre y funeral, todo es serio y ordenado, todo es racional y programado, precisamente porque todo es falso e ilusorio.

Además de las crisis, además de las contradicciones del subdesarrollo, además de la miseria y el hambre, el capital deberá sostener la última batalla, la decisiva, contra el aburrimiento.

También el movimiento revolucionario deberá librar sus batallas. No sólo las tradicionales contra el capital, sino otras nuevas, contra sí mismo. El aburrimiento lo está atacando desde dentro, lo está rompiendo, haciéndolo asfixiante, inhabitable.
Dejemos solos a los que aman el espectáculo del capital. Aquellos que están tranquilos y felices recitando hasta el final sus papeles. Esta gente piensa que realmente las reformas pueden cambiar las cosas. Pero esto es más una cubierta ideológica que otra cosa. Saben muy bien que cambiar los papeles es una de las reglas del sistema. Ajustando las cosas un poco en el momento se obtiene el resultado de ser útil al capital.
Después está el movimiento revolucionario donde no faltan aquellos que atacan verbalmente el poder del capital. Esta gente causa una gran confusión, recurren a grandes frases pero no impresionan a nadie, mucho menos al capital, que los usa socarronamente para la parte más difícil de su espectáculo. En los momentos en que precisa un solista, hace salir a escena a uno de estos personajes. El resultado es penoso.
La verdad es que es necesario romper el mecanismo espectacular de la mercancía, entrando en el dominio del capital, en los centros de coordinación, en el núcleo mismo de la producción. Imagina qué maravillosa explosión de placer, qué gran salto creativo hacia delante, qué extraordinario objetivo “sin objetivo”.
Solo que es muy difícil traspasar el mecanismo del capital placenteramente, con los símbolos de la vida. La lucha armada es, a menudo, símbolo de muerte. No porque dé muerte a los amos y a sus sirvientes, sino porque pretende imponer las estructuras del dominio de la muerte. Concebida de manera diferente, realmente sería placer en acción, cuando fuese capaz de romper las condiciones estructurales impuestas por el mismo espectáculo de la mercancía como, por ejemplo, el partido militar, la conquista del poder o la vanguardia.

He aquí otro enemigo del movimiento revolucionario, la falta de comprensión. Cerrazón ante las nuevas condiciones del conflicto. La insistencia en imponer modelos pasados que ya se han convertido en parte del espectáculo de la mercancía.

El desconocimiento de la nueva realidad revolucionaria alimenta un desconocimiento teórico y estratégico de las capacidades revolucionarias del movimiento mismo. Y no viene a cuento afirmar que hay enemigos tan cercanos como para hacer necesaria una intervención inmediata, más allá de las precisiones internas de carácter teórico. Todo esto oculta la incapacidad de afrontar la nueva realidad del movimiento, la incapacidad de superar errores del pasado que tienen graves consecuencias en el presente. Y esta cerrazón alimenta todo tipo de ilusiones políticas racionalistas.

Las categorías de la venganza, del líder, del partido, de la vanguardia, del crecimiento cuantitativo, tienen sentido sólo en la dimensión de nuestra sociedad, y es un sentido que favorece la perpetuación del poder. Si uno ve las cosas desde el punto de vista revolucionario, es decir, de la eliminación total y definitiva de todo poder, estas categorías dejan de tener sentido.

Moviéndonos dentro del no-lugar de la utopía, trastocando la ética del trabajo en el aquí y ahora del placer realizado, nos encontramos en el interior de una estructura del movimiento que está muy lejana de las formas históricas de organización.
Esta estructura se modifica continuamente, escapando a toda tentativa de cristalización. Se caracteriza por la autoorganización de los productores en el lugar de trabajo, y la simultánea autoorganización de las formas de lucha contra el trabajo. No tomar los medios de producción a través de las organizaciones históricas, sino rechazar de la producción a través del empuje de estructuras organizativas que se modifican continuamente.

Lo mismo ocurre en la realidad no garantizada (parados, trabajo temporal). Las estructuras emergen sobre la base de la autoorganización, estimuladas por la huida del aburrimiento y la alienación. La introducción de objetivos programados e impuestos por una organización ajena a estas estructuras mataría al movimiento y lo relegaría al espectáculo de la mercancía.

Muchos de nosotros estamos atados a esta visión de la organización revolucionaria. Incluso los anarquistas, que rechazan la organización autoritaria, no dejan de reconocer validez a sus formaciones históricas. Sobre esta base aceptamos que la realidad contradictoria del capital puede ser atacada con medios similares. Lo hacemos porque estamos convencidos de que estos medios son legítimos, emergentes del mismo terreno del enfrentamiento con el capital. Rechazamos admitir que alguien pueda no ver las cosas como nosotros lo hacemos. Nuestra teoría es idéntica a la práctica y la estrategia de nuestras organizaciones.

Hay muchas diferencias entre nosotros y los autoritarios. Pero todas se hunden ante nuestra fe común en la organización histórica. Se llegará a la anarquía a través de la obra de estas organizaciones (las diferencias –sustanciales- sólo aparecen a través de métodos aproximativos). Pero esta fe demuestra algo muy importante: la pretensión de toda nuestra cultura racionalista de explicar el movimiento de la realidad, y de explicarlo de un modo progresivo. Esta cultura se basa en la idea de la irreversibilidad de la historia y en la capacidad analítica de la ciencia. Todo esto nos hace ver el momento presente como el punto de confluencia de todos los esfuerzos del pasado, como el punto más alto de la lucha contra el poder de las tinieblas (la explotación capitalista). Así nosotros estaríamos, de un modo absoluto, más avanzados que nuestros predecesores, capaces de elaborar y poner en práctica teorías y estrategias organizativas que serían el resultado de la suma de todas las experiencias pasadas.

Todos aquellos que rechazan esta interpretación se encuentran automáticamente fuera de la realidad, que es por definición historia, progreso y ciencia. Quien rechaza es antihistórico, antiprogresista y anticientífico. Condenas sin apelación.

Reforzados con esta coraza ideológica salimos a la calle. Aquí nos encontramos con una realidad de lucha estructurada de modo diferente. Estas estructuras actúan sobre la base de estímulos que no entran en el cuadro de nuestros análisis. Una pacífica mañana, durante una pacífica manifestación autorizada, la policía empieza a disparar, la estructura reacciona, los compañeros también disparan, los policías caen ¡Moraleja! La manifestación era pacífica, para que haya degenerado en pequeñas acciones de guerrilla debe haber habido provocación. Nada puede salir del cuadro perfecto de nuestra organización ideológica, que no es sólo una “parte” de la realidad, sino que es “toda” la realidad. Lo que vaya más allá es locura y provocación.

Se destruyen algunos supermercados, algunos negocios, se saquean almacenes de comida y armerías, se queman coches de gran cilindrada. Es un ataque al espectáculo mercantil, en sus formas más conspicuas. Las nuevas estructuras se mueven en esa dirección. Toman forma de repente, con una mínima orientación estratégica preventiva indispensable. Sin alardes, sin grandes premisas analíticas, sin complejas teorías de apoyo. Atacan. Los compañeros se identifican con estas estructuras. Rechazan las organizaciones del equilibrio del poder, de la espera, de la muerte, su acción es una crítica concreta de la posición de espera, suicida, de estas organizaciones. ¡Moraleja! Ha tenido que haber provocación.

Se atacan los modelos tradicionales de “hacer” política. Se incide fuerte y críticamente sobre el movimiento mismo. Se usan las armas de la ironía. No limitada al estudio cerrado de un escritor, sino en masa, por las calles. No sólo los siervos de los amos, los ya reconocidos, a nivel oficial, sino los guías revolucionarios de un pasado lejano y reciente, se encuentran en dificultades. La mentalidad del jefe de poca monta líder de un grupo es puesta en crisis. ¡Moraleja! La crítica sólo es legítima contra los amos, y según las reglas fijadas por la tradición histórica de la lucha de clases. Quien se desvíe del seminario es un provocador.

A la gente le hastían las reuniones, la lectura de los clásicos, las manifestaciones inútiles, las discusiones teóricas, las infinitas distinciones, la monotonía y la extrema miseria de ciertos análisis políticos. Ante todo esto la gente prefiere hacer el amor, fumar, escuchar música, caminar, dormir, reír, jugar, matar policías, lisiar periodistas, ajusticiar magistrados, volar comisarías. ¡Moraleja! La lucha es legítima sólo cuando es comprensible para los jefes de la revolución. En caso contrario, existiendo el riesgo de que la situación se escape a su control, tiene que haber habido provocación.
Date prisa, compañero, dispara pronto al policía, al juez, al jefe, antes de que una nueva policía te lo impida.

Date prisa en decir no, antes de que una nueva represión te convenza de que es inútil, loco, de que aceptes la hospitalidad del manicomio.

Date prisa en atacar al capital, antes de que una nueva ideología lo haga sagrado para ti.

Date prisa en rechazar el trabajo, antes de que un nuevo sofista de diga, una vez más, que “el trabajo te hace libre”.

Date prisa en jugar. Date prisa en armarte.

No habrá Revolución hasta que no bajen los cosacos.
Coeurderoy

VIII

Incluso el juego en la lógica del capital es enigmático y contradictorio, que lo usa como uno de los componentes del espectáculo de la mercancía. Adquiere una ambigüedad que no posee en sí mismo. Esta ambigüedad proviene de la estructura ilusoria de la producción capitalista. De esta forma, el juego deviene en suspensión de la producción, un paréntesis de “tranquilidad” en la vida cotidiana. Así el juego es programado y usado escénicamente.

Fuera del dominio del capital el juego es armoniosamente estructurado por su propio impulso creativo. No está ligado a esta o aquello representación deseada por las fuerzas del mundo de la producción, sino que se desarrolla autónomamente. Sólo en esta realidad el juego es alegre, da placer. No “suspende” la tristeza del desgarro causado por la explotación; al contrario, la realiza por completo, devolviéndola participante en la realidad de la vida. De esta forma se opone a los engaños puestos en acción por la realidad de la muerte –incluso a través del juego- para hacer la tristeza menos triste.
Los destructores de la realidad de la muerte luchan contra el reino mítico de la ilusión capitalista, un reino que, aspirando a la eternidad, rueda en el polvo de la contingencia. El placer emerge del juego de la acción destructiva, del reconocimiento de la profunda tragedia que implica, de la conciencia del entusiasmo que es capaz de abatir las telarañas de la muerte. No es cuestión de oponer horror al horror, tragedia a la tragedia, muerte a la muerte. Es una confrontación entre placer y horror, placer y tragedia, placer y muerte.

Para matar a un policía no es necesario ponerse la toga de juez, apresurándose a limpiarla de la sangre de anteriores sentencias. Los tribunales y las sentencias son siempre parte del espectáculo del capital, incluso cuando son revolucionarios quienes juegan esos papeles. Cuando se mata a un policía no se pesa su responsabilidad, el enfrentamiento de clase no se convierte en una cuestión de aritmética. Uno no programa una visión de la relación entre el movimiento revolucionario y los explotadores. Se responde al nivel inmediato de una exigencia que ha venido a ser estructurada en el movimiento revolucionario, una necesidad que todos los análisis y justificaciones del mundo nunca podrían haber impuesto.

Esta exigencia es el ataque al enemigo, al explotador y a sus siervos. Madura lentamente en las estructuras del movimiento. Sólo cuando aparece, el movimiento pasa de la defensa al ataque. El análisis y la justificación moral están río arriba, no en el valle, a los pies de quienes salen a las calles para hacerlos tropezar. Se encuentran en los siglos de violencia sistemática que el capital ha ejercido sobre los explotados. Pero no se encuentran necesariamente de forma completa y lista para usar. Esta pretensión es una ulterior forma de nuestras intenciones racionalizantes, de nuestro sueño de imponer a la realidad un modelo que no se le ajusta.
Hagamos descender a estos Cosacos. No apoyamos el papel de la reacción, eso no es para nosotros. No aceptamos la equívoca invitación del capital. Mejor que disparar a nuestros compañeros o a nosotros mismos, es disparar a los policías.

Hay momentos en la historia en los que la ciencia existe en la conciencia de aquellos que luchan. En estos momentos no hay necesidad de intérpretes de la verdad. Ésta emerge de las cosas. La realidad de las luchas produce la teoría del movimiento.
El nacimiento del mercado marcó la formación del capital, el paso de un modelo feudal de producción al modelo capitalista. Con la entrada de la producción en su fase espectacular la mercancía se ha extendido a todo lo existente: amor, ciencia, sentimientos, consciencia, etc. el espectáculo se ha ensanchado enormemente. La segunda fase no consitutuye, como mantienen los marxistas, una corrupción de la primera. Es una fase diferente. El capital lo devora todo, incluso la revolución. Si esta no rompe con el esquema de la producción, si pretende imponer una producción alternativa, el capitalismo la engullirá en el espectáculo mercantil.

Sólo la lucha en la realidad del enfrentamiento no puede ser engullida. Algunas de sus formas, cristalizándose en formas organizativas precisas, pueden terminar siendo arrastradas al espectáculo. Pero cuando rompen con el significado fundamental que el capital asigna a la producción, se hace extremadamente difícil. En la segunda fase las cuestiones de la aritmética y de la venganza no tienen sentido. Si son mencionadas adquieren un significado metafórico.

El juego ilusorio del capital (el espectáculo de la mercancía) debe ser sustituido por el juego real del ataque armado contra el capital, por la destrucción de lo irreal y del espectáculo.

Hazlo por ti mismo.
Manual hazlo por ti mismo.

IX

El fácil, puedes hacerlo por ti mismo. Sólo o con unos cuantos compañeros de confianza. No se necesitan grandes medios. Ni siquiera grandes conocimientos técnicos.
El capital es vulnerable. Basta con estar decidido.

Una inmensidad de chácharas nos ha hecho obtusos. No es una cuestión de miedo. No estamos asustados, sólo estúpidamente llenos de ideas prefabricadas. No logramos librarnos de ellas.

Quien está decidido a llevar a cabo sus actos no es una persona corajuda. Es simplemente alguien que ha clarificado sus ideas, que se ha dado cuenta de la futilidad de hacer esfuerzos por jugar bien el papel que le ha sido asignado por el capital en la representación. Consciente, ataca con fría determinación. Y al hacerlo se realiza como hombre. Se realiza a sí mismo en el placer. El reino de la muerte desaparece ante él. Incluso si crea la destrucción y el terror de los amos, en su corazón, y en el corazón de los explotados, hay placer y calma.

Las organizaciones revolucionarias tienen dificultades en comprender todo esto. Imponen un modelo que reproduce la simulación de la realidad productiva. El destino cuantitativo les impide realizar cualquier movimiento cualitativo al nivel de la estética del placer.

Estas organizaciones también ven el ataque armado en clave cuantitativa. Los objetivos se fijan sobre la base del choque frontal.

De esta forma el capital es capaz de controlar cualquier emergencia. Puede incluso permitirse el lujo de aceptar las contradicciones, señalar objetivos espectaculares, explotar los efectos negativos en los productores para agrandar el espectáculo. El capital acepta el enfrentamiento en el campo cuantitativo porque allí conoce todas las respuestas. Tiene el monopolio de las reglas y produce él mismo las soluciones.
Por el contrar

io, el placer del acto revolucionario es contagioso. Se expande como una mancha de aceite. El juego adquiere significado cuando actúa en la realidad. Pero este significado no cristaliza en un modelo dirigido desde arriba. Se deshace en mil significados, todos productivos e inestables. La conexión interna del juego mismo se consume en la acción de ataque. Pero sobrevive el significado exterior, el significado que tiene el juego para aquellos que están fuera y quieren apropiarse de él. Las conexiones entre quienes juegan primero y quienes “observan” las consecuencias liberatorias del juego son esenciales para el juego mismo.

Se estructura así la comunidad del placer. Una forma espontánea de entrar en contacto. Fundamental para la realización de los más profundos significados del juego. Jugar es un acto comunitario. Raramente se presenta como acción aislada. Si lo hace, a menudo contiene los elementos negativos de la alienación psicológica. No es una aceptación positiva del juego como momento creativo en una realidad de lucha.

Es el sentido comunitario del juego lo que impide la arbitrariedad en la elección de los significados del juego mismo. En ausencia de relaciones comunitarias el individuo podría imponer sus propias reglas y significados, que podrían ser incomprensibles a los demás, haciendo del juego una suspensión temporal de las consecuencias negativas de sus problemas individuales (problemas del trabajo, a alienación y la explotación).

En el acuerdo comunitario el juego es enriquecido por un flujo de acciones recíprocas. La creatividad es mayor cuando proviene de fantasías liberadas y verificadas recíprocamente. Cada invención, cada nueva posibilidad puede ser vivida colectivamente, sin modelos preconstituidos, y tener una influencia vital, incluso por ser simplemente un modelo creativo, incluso si encuentra mil dificultadas para su realización.

Una organización revolucionaria tradicional termina imponiendo a sus técnicos. No puede evitar el peligro tecnocrático. La gran importancia asignada al momento instrumental de la acción la condena a este camino.

La estructura revolucionaria que busca el momento del placer en la acción dirigida a destruir el poder considera los instrumentos usados para llevar a cabo esa destrucción como instrumentos, como medios. Los que usan estos instrumentos no deben convertirse en sus esclavos. Así como quienes no saben usarlos no deben convertirse en esclavos de los que sí saben.

La dictadura del instrumento es la peor de las dictaduras.
El arma más importante de los revolucionarios es su determinación, su conciencia, su decisión para actuar, su individualidad. Las armas concretas son instrumentos que deberían estar continuamente sometidas a evaluación crítica. Es necesario desarrollar una crítica de las armas. Hemos visto demasiadas sacralizaciones de la metralleta y de la eficiencia militar.

La lucha armada no es algo que concierna sólo a las armas. No pueden representar, por sí mismas, la dimensión revolucionaria. Es peligroso reducir la compleja realidad a una sola cosa. De hecho, el juego envuelve este riesgo, el de reducir el experimento vital a juguete, haciéndolo algo mágico y absoluto. No por casualidad la metralleta aparece en el simbolismo de muchas organizaciones revolucionarias combatientes.

Debemos ir más allá para comprender el profundo significado de la lucha revolucionaria como placer, escapando a las ilusiones y a las trampas de una representación del espectáculo mercantil a través de objetos míticos o mitificados.

El capital hace su último esfuerzo cuando encara la lucha armada. Libra la batalla en su última frontera. Necesita el apoyo de la opinión pública para actuar en un terreno en el que no está seguro de si mismo. De ahí que desencadene una guerra psicológica que emplea las armas más refinadas de la propaganda moderna.
En sustancia el capital, en su actual organización física, es vulnerable ante una estructura revolucionaria que decida los tiempos y los modos del ataque. Es consciente de esta debilidad y se apresura en contrarrestarla. La policía no basta. Ni siquiera el ejército. Necesita vigilancia continua por parte de la misma gente. Incluso de la parte más humilde del proletariado. Para hacer esto debe dividir el frente de clase. Debe diseminar el mito de la peligrosidad de las organizaciones armadas entre los pobres, el mito de la bondad del Estado, de la ley, etc.

Por tanto empuja a las organizaciones y a sus militantes a asumir un papel. Una vez en este “papel” el juego pierde todo sentido. Todo se vuelve “serio”, por tanto ilusorio, espectacular y mercantil. El placer se transforma en “máscara”. El individuo se hace anónimo, vive en su papel y ya no es capaz de distinguir entre apariencia y realidad.

Para romper el cerco mágico de la dramaturgia mercantil debemos rechazar los roles, incluido el de “revolucionario profesional”.
La lucha armada debe escapar a la caracterización de la “profesionalidad”, a la que la división de tareas que el aspecto externo de la producción capitalista quiere imponerle.
“Hazlo por ti mismo”. No rompas el aspecto global del juego para empobrecerlo mediante roles. Defiende tu derecho a gozar de la vida. Obstruye el proyecto de muerte del capital. Éste puede penetrar en el mundo de la creatividad del juego sólo si transforma al que juega en jugador, al viviente creador en el muerto que imagina estar vivo.

No tiene sentido hablar del juego si el “mundo del juego” se centraliza. Proponiendo nuestro discurso sobre el “placer armado” debemos también prever la posibilidad de que el capital recoja la propuesta revolucionaria. Y este recoger puede ser hecho a través de la gestión externa del mundo del juego: fijando el rol del jugador, los roles de la reciprocidad de la comunidad del juego, la mitología del juguete.

Rompiendo las ataduras de la centralización, del partido militar, se obtiene el resultado de confundir las ideas del capital, ajustadas como lo están dentro del código de la productividad espectacular del mercado cuantitativo. De este modo la acción coordinada por el placer es un enigma para el capital. No es nada, algo sin objetivo, desprovisto de realidad. Y esto porque el ser, el objetivo y la realidad del capital son ilusorios mientras que el ser, el objetivo y la realidad de la revolución son concretos.

El código de la necesidad de comunismo sustituye al código de la necesidad de producir. A la luz de esta nueva necesidad las decisiones del individuo adquieren un sentido en la comunidad del juego. La ausencia de realidad y de consistencia de los modelos de muerte del pasado es descubierta.
La destrucción de los amos es la destrucción de la mercancía, y la destrucción de la mercancía es la destrucción de los amos.

Que vuele la lechuza.
Proverbio ateniense.

X

Que vuele la lechuza. Que las acciones mal empezadas lleguen a buen puerto. Que la revolución, tanto tiempo aplazada por los revolucionarios, sea realizada a pesar de sus deseos residuales de paz social.

El capital dará la última palabra a los batas blancas. Las prisiones no durarán mucho. Viejas fortalezas de un pasado que sobrevive sólo en la fantasía exaltada de algún reaccionario jubilado, caerán con la ideología basada en la ortopedia social. No habrá más presos. La criminalización, que el capital llevará a cabo en sus formas más racionales, pasará por los manicomios.

Cuando toda la realidad es espectacular, rechazar el espectáculo significa estar fuera de la realidad. Quien rechace doblegarse ante el código de la mercancía está loco. Rechazar doblegarse ante el dios mercancía significará ser encerrado en un manicomio.
Aquí la cura será radical. No más torturas inquisitoriales ni sangre en las paredes: estas cosas impresionan a la opinión pública, hacen intervenir a los burgueses bimpensantes, generan justificaciones y reparaciones y trastornan la armonía del espectáculo. La total aniquilación de la personalidad, considerada como la única cura radical para enfermos mentales, no molesta a nadie. Mientras el hombre de la calle se sienta rodeado por la atmósfera impenetrable del espectáculo capitalista tendrá la impresión de que las puertas del manicomio no se cerrarán nunca a sus espaldas. El mundo de la locura le será extraño, incluso aunque haya siempre un manicomio junto a cada fábrica, frente a cada escuela, en cada campo, en medio de cada barrio popular.

Pongamos atención a no allanarles el camino, con nuestro embotamiento crítico, a los funcionarios estatales de camisa blanca.
El capital está programando un código interpretativo para poner en circulación a nivel de masas. En base a este código la opinión pública se acostumbrará a ver a aquellos que atenten contra el orden de las cosas de los amos, a los revolucionarios, como locos. De ahí la necesidad de meterlos en manicomios. También las cárceles actuales, racionalizándose según el modelo alemán, se están transformando, primero en cárceles especiales para revolucionarios, luego en cárceles modelo, luego en verdaderos laagers para la manipulación del cerebro, finalmente en manicomios definitivos.
Este comportamiento del capital no viene dado solamente por la necesidad de defenderse de las luchas de los explotados. Es también la única respuesta posible sobre la base de la lógica interna del código de la producción mercantil.

Para el capital, el manicomio es un lugar donde la globalidad de la función espectacular se interrumpe. La cárcel trata desesperadamente de llegar a esta interrupción global, pero no puede lograrlo por estar bloqueado por las demandas básicas de su ideología ortopédica.

El “lugar” del manicomio, en cambio, no tiene principio ni fin, no tiene historia, no es mutable como el espectáculo. Es el lugar del silencio.

Por el contrario, el otro “lugar” del silencio, el cementerio, tiene la capacidad de hablar en voz alta. Los muertos hablan. Y nuestros muertos hablan con voz altísima. Nuestros muertos pueden ser muy pesados. Por eso el capital tratará de usar los cementerios cada vez menos. Y aumentar a la vez, de manera correspondiente, el número de “invitados” a los manicomios. La “patria del socialismo” tiene mucho que enseñar en este campo.

El manicomio es la racionalización más perfecta del tiempo libre. La suspensión del trabajo sin traumas para la estructura mercantil. La ausencia de productividad sin negación de la productividad. El loco no necesita trabajar y, al no trabajar, confirma la sabiduría del trabajo como contrario a la locura.

Cuando decimos que no es el momento del ataque armado contra el Estado, estamos abriendo las puertas del manicomio a los compañeros que están llevando a cabo este ataque; cuando decimos que no es el momento para la revolución apretamos las correas de una camisa de fuerza; cuando decimos: estas acciones son objetivamente una provocación, nos ponemos las camisas blancas de los torturadores.

Cuando el número de oponentes era pequeño la pistola funcionaba bien. Diez muertos son tolerables. Treinta mil, cien mil, doscientos mil podrían marcar un punto fundamental en la historia, una referencia revolucionaria de tan deslumbrante luminosidad que perturbaría durante tiempo la pacífica armonía del espectáculo mercantil. Por otro lado el capital se ha hecho más astuto. El fármaco tiene una neutralidad que no poseen las balas. Tiene la coartada terapéutica.

Arrojemos a la cara del capital su propio estatuto dela locura. Pongamos al revés los términos de la contraposición.

En la totalidad mercantilizada del capital la neutralización del individuo es una práctica constante. La sociedad es toda ella un inmenso manicomio. El aplastamiento de las opiniones es un proceso terapéutico, una máquina de muerte, la producción no puede verificarse en la forma espectacular del capitalismo sin este aplastamiento. Y si el rechazo de todo esto, la elección del placer frente a la muerte, es un signo de locura, es el momento de que cada cual empiece a comprender la trampa que yace por debajo de todo esto.

Toda la máquina de la tradición cultural de Occidente es una máquina de muerte, una negación de la realidad, el reino de lo ficticio que ha acumulado todo tipo de infamias y vejaciones, de explotación y genocidio. Si el rechazo de toda esta lógica de producción es condenada como locura, entonces debemos distinguir entre locura y locura.

El placer se arma. Su ataque es la superación de la alucinación mercantil, de la máquina y de la mercancía, de la venganza y del líder, del partido y de la cantidad. Su lucha rompe la línea de la lógica del beneficio, la arquitectura del mercado, el significado programado de la vida, el último documento del último archivo. Su violenta explosión derriba el orden de las dependencias, la nomenclatura de lo positivo y lo negativo, el código de la ilusión mercantil.

Pero todo esto se debe poder comunicar. No es fácil el paso de significados del mundo del placer al de la muerte. Los códigos recíprocos están desfasados, terminan por anularse mutuamente. Lo que en el mundo del placer es considerado ilusión, en el mundo de la muerte es realidad, y viceversa. La misma muerte física, por la que tanto se llora en el mundo de la muerte, es menos mortal que la muerte que se vende como vida.

De ahí la gran facilidad del capital para mistificar los mensajes del placer. Incluso los revolucionarios, en una lógica cuantitativa, son incapaces de comprender las experiencias del placer en profundidad. A veces, vacilantes, hacen insignificantes aproximaciones. A veces lanzan condenas que no suenan muy diferentes a las condenas lanzadas por el capital.

En el espectáculo mercantil son las mercancías las consideradas significativas. El elemento activo de esta masa acumulada es el trabajo. Más allá de estos elementos del cuadro productivo nada puede tener un significado positivo y negativo a la vez. Existe la posibilidad de afirmar el no trabajo, pero no como negación del trabajo sino como su suspensión por un cierto período de tiempo.
Del mismo modo es posible afirmar la no mercancía, es decir el objeto personalizado, pero sólo como reificación del tiempo libre, cualquier cosa producida como hobby, en los retazos de tiempo que nos deja el ciclo productivo. Está claro que estos signos, el no trabajo y la no mercancía, entendidos de este modo, son funcionales al modelo general de la producción.

Sólo por la clarificación de los significados del placer, y los correspondientes significados de la muerte, como elementos de dos mundos contrapuestos que se combaten mutuamente, es posible comunicar algunos elementos de las acciones del placer sin, por otro lado, ilusionarnos con poder comunicarlos todos. Quien empiece a experimentar el placer, incluso en una perspectiva no directamente ligada al ataque contra el capital, está más disponible para atrapar el significado del ataque, al menos más que aquellos que se quedan atados a una anticuada visión del enfrentamiento basada en la ilusión cuantitativa.

De este modo es todavía posible que la lechuza alce el vuelo.

¡Adelante todos!

 

 

 

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