Este texto es de una revista anarquista e iba a tratarse en un taller de debate por hermanos argentinos. A continuacion lo reproducimos para que…lo debatan los nucleos anticapitalistas…si es que quieren, claro.
Viaje breve por la prisión social
Encerrar a un ser humanos en unos pocos metros cuadrados durante meses y años. Controlarle, espiarle, humillarle y privarle de sus sentimientos. Sin lugar a dudas la cárcel es una forma de tortura. Y sin embargo, a pesar de lo atroz de la tortura, la sociedad no puede arreglárselas sin la cárcel. O mejor, podríamos decir que la cárcel no es una simple emanación del Estado que intenta reprimir y/o aislar seres humanos “desviados”, inadaptados, superfluos o indeseables. Al contrario, es una pieza orgánica de la sociedad. Mirando bien la evolución de las cosas, podríamos sostener que la cárcel no es una extensión de la sociedad, sino que la sociedad es una extensión de la cárcel. Dicho de otra forma, la sociedad entera es una prisión en la que las cárceles son sólo el aspecto más evidente y brutal de un sistema que nos convierte a todos en cómplices y víctimas, todos encerrados.
Este texto pretende realizar un breve viaje al interior de los “módulos y las secciones” de nuestro mundo, un viaje que no pretende tratar a fondo el tema, sino señalar responsabilidades, porque, como se ha dicho muchas veces: la injusticia tiene un nombre, una cara, una dirección.
Sobre el abolicionismo
La abolición de la prisión no es posible sin la abolición o, mejor dicho, la destrucción de las relaciones sociales actuales. Los que todavía defienden la posibilidad de eliminar la tortura que conlleva el encarcelamiento en este mundo cometen un grave error, y realizan – incluso si se puede reconocer, en algunos casos, su buena fe – una obra claramente conservadora.
Pretender eliminar el uso del encarcelamiento por el Estado argumentando que la cárcel no siempre ha existido (que incluso es una invención más bien reciente), en el mejor de los casos, no lleva a nada. Y en el peor, como ocurre con demasiada frecuencia, conduce a formular tesis que tendrían como objetivo reinsertarar al “desviado” en la sociedad mediante coercitivas alternativas. En realidad lo que proponen es superar la cárcel mediante un “realineamiento” forzado del individuo integrándolo en un proceso de reeducacion cultural, moral e intelectual. Es decir, anestesiando definitivamente el libre albedrío. En ese sentido, el Estado moderno ya ha avanzado bastante y no necesita la ayuda de ningún tipo de democratismo abolicionista. Las mazmorras, las correas de cuero y los castigos corporales sistemáticos (que no han desaparecido completamente) han dejado lugar a métodos de coerción más sutiles cuyo objetivo, más allá de la redención de los cuerpos, es también el de la destrucción de las mentes. El recurso de la psiquiatrización de los reclusos, la “reinserción” mediante el trabajo social, los hallazgos tecnológicos como el brazalete electrónico, son todas prácticas dirigidas a romper las hostilidades y a convertir al “desviado” en su propio policía. Mediante este enésimo recorrido coercitivo llevado a cabo por el poder, podemos ver mejor que nunca hasta qué punto los muros de la cárcel abarcan toda la sociedad.
Si tomamos las cárceles como una generalización del castigo a un nivel industrial y concentracionario, se convierten entonces en la expresión de un sistema político y económico particular, y consecuentemente en algo ineluctable. Cuando la evolución de la dominación necesite adaptar el castigo a las nuevas condiciones y necesidades políticas y económicas, no dudará en superar la cárcel. Por tanto la humanidad no se ha librado de la esclavitud, de los suplicios ni de la horca; sino que la política ha adaptado sus medios coercitivos y punitivos a las exigencias (mercantiles e ideológicas) de la producción. La cárcel, entendida como muros y rejas, se reafirma con la revolución industrial, se modifica con la superación de esta última e incluso factible que sea otra vez superada y/o transformada en el futuro.
Sin embargo esto no significa que la cárcel, entendida esta vez como sociedad y como necesidad política (de encierro y de control), desaparezca. Como ya hemos visto a través de la historia, la red coercitiva, al contrario, tiende más bien a estrecharse en la medida en que la apariencia de lo “obligatorio” se vuelve más borrosa e impalpable.
Sobre la destrucción de la prisión
Si partimos pues de la convicción de que la cárcel es inherente a esta sociedad y de que por el momento el sistema de dominación actual no puede separarse de ella, entonces parece evidente que querer la destrucción de las prisiones va ligado a la destrucción de las relaciones sociales actuales. En pocas palabras: para estar en contra de la prisión hay que ser inevitablemente revolucionario. Esta afirmación puede resultar algo banal y absoluta, pero en realidad ilustra los límites, incluso el límite principal, de las diferentes luchas emprendidas contra las cárceles. Pensar en implicar a personas que no tienen una visión revolucionaria en una lucha contra la existencia de las cárceles sería como pensar en implicarlas en una batalla que supone la eliminación del dinero. Parece claro que para fijarse tales objetivos, hace falta superar la parcialidad de una lucha y llegar a una visión y una crítica de la totalidad de lo existente.
Sin embargo, la ingenuidad de numerosas luchas contra la cárcel ha conducido a tratar esta cuestión como algo en sí, como un elemento más de la dominación, y no como uno de sus pilares. El problema reside en que las cárceles no son ni un vertedero ni una autopista contra los que sería posible desarrollar una oposición que permanezca en el seno de la dominación.
Por tanto el esfuerzo no se tendría que dirigir a la sensibilización de personas sobre un tema que en sí presupone una crítica revolucionaria, o un simple apoyo “solidario”, sino más bien a demostrar que la cárcel es asunto de todos porque se encuentra en todas partes. En pocas palabras, tendríamos que actuar sobre todo en la práctica para superar las separaciones entre la cárcel vista como muros y cadenas y la prisión social vista como un conjunto de estructuras y relaciones.
Los posibles “compañeros de viaje” que podríamos encontrar por el camino seguramente no se convertirían en revolucionario al escuchar nuestro sermón contra las cárceles, pero quizás podrían convertirse en nuestros cómplices como presos en lucha contra una sociedad-cárcel que nos oprime a todxs.
Sobre la incriminación de la miseria
Las condiciones económicas actuales y el giro autoritario de los gobiernos implican que todxs lxs pobres constituyen la futura “presa” de las cárceles. La vieja máxima según la cual “has cometido un error, lo pagas” aunque siga presente dentro de la ideología de algún ciudadano obtuso, está ampliamente superado por los hechos: no es sólo la elección de la extralegalidad o de la ilegalidad lo que determina la falta, sino la simple condición de clase. Las tenazas legislativas que se estrechan cada vez más sobre la carne de los pobres demuestran claramente que es la pobreza la que es incriminada y perseguida y no el acto en sí. A medida que se extiende la miseria, hay cada vez más gestos inscritos en los códigos penales, hasta dejar claro, incluso a los más ciegos y optimistas de lxs explotadxs, que las puertas de la prisión se cerrarán tarde o emprano también sobre ellxs. En la sociedad actual, la figura del criminal está desaparecido para dejar paso a la del culpable. Es por eso que todxs, habitantes de la sociedad-cárcel, estamos destinadxs de modo intercambiable a pudrirnos detrás de unas alambradas o de otras: poco importa que se trate de las de un centro penitenciario o de un Centro de Internamiento para Extrajeros, de un psiquiátrico o de un campo de refugiados.
Siguiendo esta lógica, no es tan paradójico ver que a pesar de todo el recrudecimiento de la violencia, síntoma de la guerra civil planetaria, no es tanto aquella en sí la que es perseguida (ya que no es una amenaza para el status quo sino más bien su sabia vital), sino el simple hecho de existir y de ser. Lo volvemos a repetir, a las personas se las castiga, encierra – y a menudo elimina – porque son pobres y/o superfluos para el funcionamiento productivo y mercantil, y no porque constituyan una amenaza de hecho actuando de forma extra legal.
Por tanto no es casualidad si el día a día dentro de las cárceles, en la expresión de las relaciones sociales entre presos, guardias, administradores y en la interacción entre todos ellos, no se apoya tanto sobre la fuerza de la coacción, sino más bien sobre la recomposición – en miniatura y de forma exarcerbada – de las mismas relaciones sociales alienadas vividas más allá de las rejas.
Sobre la reproducción de las relaciones
La imbecilidad de los caballeros de los “derechos humanos” reside en la afirmación de que el encarcelamiento conlleva en sí una agravación del comportamiento de los individuos una vez puestos en libertad. Se dice que la cárcel es una escuela de violencia y de embrutecimiento de los seres humanos. A través de estas simples consideraciones, vemos cuál es el vínculo mórbido que mantienen estas “buenas almas” del derecho con el sistema que nos rodea. No es la violencia de la cárcel la que entra dentro de la sociedad, sino más bien al contrario: el sistema jerárquico, los abusos de poder, el machismo y la sumisión vividos en las relaciones entre presos son las mismas relaciones que cada uno de nosotros lleva dentro de la sociedad-cárcel. La cárcel refleja lo que hay fuera, y no al contrario. Si hay que buscar las causas de las relaciones alienadas dentro de la cárcel, entonces esta cárcel es el todo, la totalidad de lo existente y de los seres que están contaminados por el encarcelamiento.
Sobre las prisiones morales y educacionistas
Si por prisión entendemos la coerción de los cuerpos y de las mentes, la alienación por y a través de los afectos, la jerarquía impuesta y la sumisión obligatoria a las leyes (morales, jurídicas o de las costumbres), entonces se hace evidente que la supervivencia a la que estamos condenadxs se desarrolla en el interior de una prisión que no prevé ningún afuera.
Desde su edad más temprana, los “hombres civilizados” empiezan a purgar sus penas en el interior de la sociedad cárcel, acostumbrándose así al encarcelamiento como norma. La supuesta educación dentro de las estructuras familiares y escolares sólo es el principio de una perpetuidad que nos convierte alternativamente en presxs y carcelerxs de la reproducción de la ideología de la detención. En efecto, es en la norma y en la ideología en lo que se basa la aceptación pasiva de la condición de preso: desde pequeño, el individuo aprende casi inmediatamente la sumisión (llamada ideológicamente respeto, aunque no comporte ninguna base de reciprocidad) hacia la autoridad y las jerarquías. La relación con el padre, los progenitores, los profesores o el cura no se instaura “naturalmente” por elección y voluntariamente, sino que es un deber. Dentro de tales relaciones, el comportamiento de los guardias no tiene ninguna importancia – pueden hacer cualquier cosa mientras permanezcan socialmente investidos de su rol- más allá que la sensibilidad de los individuos presos: la autoridad familiar y escolar ( o la de la comunidad, en las pocas situaciones en las que su principio sigue intacto) actúan por el bien del preso, por su futura reinserción, para que no cometa ningún “error”, y sobre todo para asegurar que cuando crezca el pequeño individuo reproduzca los mismos mecanismos en los que se basa toda la estructura del encarcelamiento.
Es bajo este principio del “castigo suplementario” como vemos claramente cómo se aplica el método jurídico. El profesor o el padre no estipulan ningún acuerdo con el sujeto en cuestión, pero imponen leyes que, cuando son transgredidas, determinan el castigo del individuo y no necesariamente la sanción de la trasgresión. Al igual que cualquier aspecto de la vida social, es el hombre en su conjunto y en su existencia el que es castigado y no el gesto en sí. Esta diferencia podría ser percibida como algo desdeñable a partir del momento en el cual sancionar un acto implica de todas formas “tocar” de una manera o de otra a la persona. Sin embargo se vuelve fundamental cuando afecta a la construcción ideológica de la necesidad de castigar y la culpabilización de las personas en su ser y no en su actuar.
La organización concentracionaria de las estructuras escolares y cada vez más de las de ocio, son tan sólo una “muestra” ofrecida por la sociedad para domesticar las mentes y los espíritus y para habituarlos a la permanencia de las jaulas. Es en las incubadoras de la pasividad y de la alienación donde las personas aprenden y estudian a conciencia de una “personalidad” doble y paradójica, por un lado el hecho de vivir como una masa y por otro la idea jerarquizada de colocarse por encima de esta masa (pero siempre formando parte de ella). En resumen, esperando recibir una buena nota por parte de la autoridad, incluso de convertirse en el primero de la clase, si es posible humillando al último, pero siempre dentro de la clase. Por tanto lo importante es que no nos preguntemos nunca si es justo que alguien nos imponga una nota desde lo alto de algún estrado, una nota que no esté ligada nia nuestro mérito ni a una actitud específica, sino a nuestro ser conjunto/estar juntxs: al hecho de ser personas en la cárcel.
Sobre la prisión de las metrópolis
Basta con observar cualquier barro construido en estos últimos cincuenta años para darse cuenta lo que somos para el poder. Basta con mirar los llamados barrios populares, esos alveolos en los que concentran y encierran a los pobres, para que la primera imagen que nos venga la mente sea una cárcel. Todos los gobiernos sucesivos han condenado de forma preventiva a los pobres por su condición y su peligrosidad potencial. La sucesión y la permanencia de las revueltas populares contra la arrogancia de los poderosos, inducidas por el sueño de una vida diferente, hacen que la “reacción” se dote de instrumentos para controlar y encauzar el descontento de la calle. Uno de esos instrumentos ha sido la proyección y la reestructuración del urbanismo. Podríamos escribir páginas y más páginas sobre esta cuestión e incluso así no acabaríamos de enunciar la impresionante cantidad de monstruosidades concecibas y construidas, sobre todo las de la segunda mital del siglo XX. Sin embargo, en vista de los disturbios recientes en diferentes ciudades del mundo, el aspecto más directamente concentracionario del monstruo metropolitano merece una atención particular.
La arquitectura de las periferias es el triunfo de la alineación. Los barrios son lugares en los que se amontonan subalternos para que revienten en su atomización social e individual, mientras que por todas parte se levantan edificios de cemento armado con la obsesión del control, a imagen de esos largos corredores llenos de rejas que filtran los accesos de las personas potencialmente peligrosas en los lugares de reproducción del mercado y del poder. Con este dispositivo, si los exilados del “sueño del proletariado” se cabrean y golpean contra los barrotes e incluso queman su celda, se vuelve todavía más fácil para el guarida cerrar esos corredores bajo llave, controlar las salidas y las entradas, antes de disparar desde lo alto de las torres de control. Es así como controlan con cámaras de video vigilancia (ubicadas en cada esquina) secciones enteras de las metrópolis, las comunicaciones entre los guardias son permanentes y los aparatos informáticos, las fibras ópticas y los sistemas por ondas (los cables y las antenas son colocados en toda la cárcel) permiten una coordinación rápida de las fuerzas represivas. La arquitectura de la contención ha realizado un salto cualitativo: antes, se encerraba a las personas en cárceles después que se rebelasen; ahora ya están ahí.
En ese contexto, la revuelta de los presos se ve con frecuencia marcada por el encarcelamiento mismo, es decir, centrando su ataque contra partes marginales de la prisión sin tocar su sustancia, incluso oponiendo el mito y la defensa de la prisión a un detalle de esta. ¿Qué significan por ejemplo frases como “la defensa del barrio”, “mi ciudad”, “la policía fuera de nuestras calles”, sino una apropiación de la ideología del encierro?¿Cómo podemos definir como “nuestra” la cárcel que ha sido construida contra nosotrxs? Los barrios son el reflejo del encierro al que estamos condenadxs y de las relaciones que nos han sido impuestas. Como tales, pertenecen al poder. Y de todo lo que pertenece al poder no hay nada que salvar.
Con esto no queremos decir que tengamos que quemar los edificios en los que vivimos, o al menos no inmediatamente, sino que romper momentáneamente el control sólo es posible abandonando las falsas pertenencias creadas por la ideología carcelaria, para sabotear, realmente las redes de control, sin nada que preservar.
Sobre el encarcelamiento de las mentes
Si la sociedad es una cárcel, se encuentra por todas partes, y por lo tanto no existe ningún exterior. En realidad, no podemos escapar porque simplemente no hay ningún lugar a donde ir. Esta situación que no nos deja ninguna “salida de emergencia” es objetivamente insoportable, es fuente de desazón, dolor y desconcierto. La posibilidad de encontrar un espacio en el cual construirse un pequeño rincón de libertad parcial ha sido perdida definitivamente con el triunfo de la alienación dentro de las relaciones. En cuanto a la posibilidad real de subvertir las relaciones existentes, se hace esperar, e incluso parece que de todas formas sólo le interesa a un número reducido de personas. Partiendo de esta constatación, el poder ya no tiene ninguna necesidad de mentir y ha pasado de una propaganda según la cual “este es el mejor de los mundos posibles” a otra que dice: “ a pesar de todo, este es el único mundo posible”. Sin embargo siendo consciente de que la anestesia es cada día más necesaria para soportar esa existencia, la dirección de la penitenciaría social ofrece a sus “huéspedes” las únicas “evasiones” posibles: las relacionadas con el espíritu.
El ocio y la distracción de las masas proporcionadas en los estadios y durante las “vacaciones” acaban con cualquier estallido de pensamiento autónomo – ahogándolo en el éxtasis artificial y obsceno de la jauría festiva- , pero parece que ya no bastan para parar la gangrena de lxs seres condenadxs a la cautividad. Desde hace unas décadas, y desarrollándose cada vez más, se nos ofrece también por todas partes una evasión mental suplementaria gracias a las diferentes sustancias psicotrópicas. Drogas de todo tipo y de diversa naturaleza, ofreciendo un alivio provisional, construyendo además una nueva cárcel dentro de la cárcel.
En el juego de las muñecas rusas del encierro, el director puede al fin alcanzar las últimas fases del control y planificar las bases de una sociedad de la espera infinita: la de un mundo psiquiatrizado. U mundo de anesteciamiento en donde lo insoportable se vuelve soportable, vivible. Y como en toda lógica de acomodación, cuando algo se vuelve soportable, ya no sentimos la exigencia de cambiarlo. Para transformar los pensamientos en algo inofensivo, ya no hay necesidad de destruirlos o de mistificarlo: asta siplemente con impedir que nazcan, desde su “alumbramiento” a su intención.
Podemos decir que la evasión que no pasan es el fracaso de toda razón de la libertad. Llevan a cabo la misma odiosa función que una hermanita de la caridad en un campo de concentración, con la única diferencia que las drogas (legales o no) ni siquiera sirven para aliviar las heridas superficiales.
Tomar el camino de la destrucción de la cárcel social ignorando la construcción constante de camisas de fuerza en nuestras mentes sería como intentar abolir del Estado salvando al ministerio del Interior. En el mundo moderno, es más necesario que nunca redefinir las responsabilidades de la coerción, con el fin de ver más claramente cuáles son los intereses (y por tanto nuestros objetivos) de los que nos quieren enchironar – tanto en el interior como en el exterior de uno mismo-.
Ya es tiempo de empezar a afirmar sin tapujos que el político, el psiquiatra, el policía y el traficante de drogas tienen todos la misma responsabilidad en nuestra opresión. Lo mismo que se debe ligar la suerte del cura, el “ciudadano” o el ideólogo que hace apología (incluso dentro del rollito) de las drogas como “substancias liberadoras”.
Sobre el encarcelamiento de los cuerpos
El rol imperfecto de la religión en la gestión delegada de la vida y de la muerte, de la esperanza (o tolerancia) frente a tanto mal y a tantos abusos sufridos por las personas, se ve hoy “finalmente” ayudado por una nueva religión laica: el cientificismo.
En esta democracia podemos elegir: nuestro cuerpo puede pertenecer a Dios o puede er puesto en manos de la Ciencia. Los más pretenciosos pueden igualmente conciliar los dos aspectos entregando éticamente su alma a Dios y su cuerpo a los científicos. La evolución de los conocimientos ha permitido, en nombre del bienestar colectivo, penetrar y tomar el control de una gran parte del sistema humano. En la actualidad hemos llegado al fichaje y a la cartografía genética. Los miles de nuevos Lombroso, encerrados en los laboratorios de todo el mundo, vuelven incluso a perfeccionar sus técnicas para descubrir al criminal que vive dentro de cada uno de nosotrxs, esta vez sin partir de las medidas del cráneo, sino de los genes.
En una sociedad medicalizada que produce una gran parte de los males y posee al mismo tiempo el monopolio y el control de sus remedios, los científicos poseen uno de los poderes más grandes que existe: el de preservar la vida. También es evidente que esas consideraciones no son más que una parte de la realidad mientras que el poder principal reside –como en el caso de la religión- en el hecho de infundir una esperanza frente a una vida, o mejor dicho a una calidad de supervivencia, atormentada. Sin embargo desde lo alto de su poder, los chacales de bata blaca se reparten los trozos de nuestros cuerpos y, dentro de la prisión, nos hemos convertidos en cobayas potenciales a sacrificar en nombre del progreso. No nos pertenecemos a nosotrxs mismxs, somos instrumentos y no sujetos del debate. Los distintos Santos Oficios y demás Comisiones Cienstíficas de la Bioética se pasan la pelota, pretendiendo dictar cuánto podemos vivir, cuándo podemos morir, a quién pertenecemos y cuándo podemos curarnos. En el nombre de Dios y en el nombre de la Ciencia. Nunca en nuestro nombre. Para ellxs, no contamos, somos tan sólo simples presxs de los cuerpos que nos han prestado.
Sobre la evasión imposibl y la subversión necesaria
Hemos visto extensamente que no hay ninguna posibilidad de evadirse de la prisión social y que esta última se extiende a todos los aspectos de lo existente: por tanto la única posibilidad que queda es la de de la “destrucción desde el interior”. Es a través de la subversión de las relaciones sociales que podemos volver a empezar a construir los espacios de libertad que nos son negados. Y para conseguirlo, hay que empezar a deshacerse de los obstáculos que se interponen entre nosotrxs y nuestro deseo de emancipación, sabiendo que el camino revolucionario no es un camino abstracto, no más que los mecanismos, las estructuras y las responsabilidades de la segregación.
En efecto, los espacios de libertad no se abren automáticamente en la revuelta y vemos que el límite en la conflictualidad social actual entre la implosión de la guerra civil y la explosión de la guerra social es sutil. Pero también es verdad que sólo en los momentos de sublevación se libera un espacio físico y temporal en el cual es posible construir e inventar las bases para unas relaciones liberadas.
El apoyo dado a las revueltas de lxs presxs de la prisión social no debe ni puede seguir siendo acrítico y apologético. Debe transformarse necesariamente en una posibilidad de complicidad constructiva: una vez más, es en la dialéctica que se instaura entre lxs insurrectxs en un momento de ruptura donde emergen las posibilidades de trazar el camino de la fuerra social. “Nuestro deseo” es el de contribuir a determinar el paso que haría que lxs presxs no se rebelen más como presxs de la cárcel social, sino como individuos que aspiran al aniquilamiento de toda coerción. Es inútil esperar estar a la altura del objetivo, se trata sobre todo de dotarnos inmediatamente de los medios necesarios para serlo y basta.